martes, 9 de julio de 2013

INSTAFEVER


Se termina el mundo...ponele. Todo revienta en mil pedazos...ponele. Varios cientos de años después un marciano sin GPS aterriza en algún lugar del desolado planeta...ponele. Y en el caso hipotético de que encuentre vestigios de nuestra civilización (probablemente algún disco duro chamuscado o un Iphone rajadísimo), es muy probable que piensen que nos quedamos en los 80´s. Fotos con marquitos de Polaroid, filtros setentosos: somos la generación más fotografiada y menos impresa; hoy en día, ver un portarretrato con fotos propias es un avistamiento. Es que el impulso de registrar el momento es peor que un ataque de hambre un viernes de noche después de una semana a punta de dieta circadiana. Y nos reíamos de los chinos...payback is a bitch. Ahora ellos se deben estar cagando de risa viéndonos levantar los celulares en masa para fotografiar una hormiga estratégicamente apoyada en la servilleta de papel e instagramearla al instante. Se cagan de risa, sí señor, pero como tienen los ojos así no nos damos cuenta. A mí me pasa también (lo de la manía de sacar fotos, no tanto lo de reírme de mí misma o de un chino). No se crean que una queda imune, no señor. Porque todo cambió el día que decidí tener conexión a internet en mi línea de celular; y eso pasó porque me dejé convencer por la señorita de ANCEL que cuando vio mi aparatito me miró como diciendo "dinosaurio!". Y yo, que ando en un mal viaje con el tema del paso del tiempo y la inminente llegada de los 40, pensé: "pendeja de m...¿qué te creés?¿que no puedo manejar un touch? Pero si vos no eras nacida y yo ya jugaba en una TK90!!! Dame, dame ese Samsung Galaxy, dame que lo descoso mirá, mirá como lo descoso". No le dije eso, no...pero me llevé el teléfono. No lo descosí tampoco. En vez de eso estuve llenándome la boca de improperios durante una semana, golpeando la superficie del aparatejo, mandando mensajes ininteligibles y bajando aplicaciones que no quería, solo por errarle al milímetro cuadrado de superficie de la pantalla. Pero después le agarré la mano, me hice una cuenta de Instagram y todo cambió. Cambió como le cambió a casi todos esos que ahora viven sacándose fotos los unos a los otros en medio de un cumpleaños, posteándolas y respondiéndose en el momento mientras, en el mundo real, los hechos siguen desarrollándose solo que no hay nadie para disfrutarlos. Yo sé que está mal...pero pasa, ME pasa, nos pasa. Sacar fotos y subirlas a Instagram es un impulso difícil de resistir, sobre todo cuando uno quiere hacer de lo cotidiano una postal con filtros. Y cuando hay niños, el efecto es peor: todo es digno de ser compartido. Como anoche, por ejemplo: el mayor se durmió leyendo y la menor abrazada al peluche...y yo no solo no pude detener mi urgencia por retratarlos y postearlos sino que pasé por la puerta del baño donde se encontraba el padre de las criaturas y susurré como si estuviera en la puerta de un tugurio al que solo se accede con contraseña: "mirá mi Instagram". No había salido el susodicho del baño que ya tenía los likes correspondientes en mis fotos. Asi que sí, instagrameo y ¿que? De últimas, si viene un marciano y encuentra mis fotos, seguro me convierto en sujeto de estudio...difícil entender mi circo. Los dejo, hay un reflejo que está entrando por la ventana y forma una sombra rarísima que con un Kelvin aplicado seguro queda de concurso...

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