No me acuerdo cuanto me despegaba del suelo pero si sé que mi juguete preferido eran los vasos de helado con una tapita que se convertía en base e improvisaba un molde para los castillos de arena donde era reina o princesa...o las dos. Fue en los tiempos de sol y sal, de días que estiraban las horas desde la mañana cuando solo se escuchaban las gaviotas y el mar hasta la tarde, cuando los grititos de los niños y la conversación de los mayores llenaban la playa. Otras épocas sin pantallas, con cables, en un mundo más lento y genuino, con veranos de tres meses enteros y amigos ocasionales que compartían mis cumpleaños de febrero y que veía partir con dolor cuando los días empezaban a hacerse más fríos y cortos.
Fue gracias a mi juguete preferido, a un helado más dulce que ninguno que, hace 32 años, formé una familia que agrandó la mía, que llegó para quedarse y a hacer más llevaderos los inviernos.
Y junto con ellos lo conocí a él, tan alto que me parecía grande como los edificios que veía cuando levantaba la cara para mirarlo desde abajo, que tenía el color de pelo plata de los abuelos pero era guapo como los papás y que -para mi asombro- sabía amasar la masa tan bien o mejor que mamá. Parco para los saludos y tierno para las despedidas, con una voz que te hacía temer las consecuencias de una travesura pero que podía sacudirte cualquier miedo nocturno de esos que te aterrorizan en la infancia.
Pasó el tiempo y, con los años, algunas cosas cambiaron y otras no tanto, porque aún desde el otro lado del río se las arregló para estar en todas y cada una de las fotos del álbum de la vida y la memoria; hizo reír a mi mamá como nadie con sus ocurrencias, convenció a papá con sus argumentos y festejó, cada vez con menos pudor, cada uno de nuestros éxitos. Pasando revista a todos los eventos que hicieron a esta familia agrandada más tristes o más felices, él siempre estuvo. Fue tío por opción, padre con devoción, abuelo por defecto y padrino de nuestra benjamina por simple adoración.
Lo ví avanzar en éxitos y fracasos, en días y en años erguido en toda su altura, con su malhumor intacto, su ternura siempre reservada y su pelo blanco sin que emblanqueciera ni un pelito más.
Por eso ahora que se fue, me doy cuenta que siempre, de una manera más o menos evidente, lo extrañé. Que me alegré de sus llegadas y lamenté sus partidas. Y que ésta es la que más voy a extrañar.
Hoy cuando llegué a trabajar alguien dejó tiradas al descuido unas palabras de un poeta en mi escritorio: “Si yo muero, cosa difícil dado mi amor por la vida, muero porque he resuelto morir. La única dificultad que no he sabido vencer en mi vida, ha sido la de vivir...“
Y así nomás encontré las palabras que no podía escribir y que le calzaron al tío sibarita, el que nunca dejó de disfrutar un buen viaje, la buena compañía y una buena comida, al que nunca pudo vivir la vida a medias y se fue más temprano de lo que yo, que todavía tengo 4 años en algún lugar, pude jamás imaginar.
Te quiero mucho tío, te veo en otros veranos.
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