
Hace tiempo que no viajo. Mucho para mi gusto y lo constaté de la peor manera: se me venció el pasaporte y no me dí cuenta. Así que allí, sentada frente al selladísimo documento que me acredita como viajera de ley y encarando las “fiestas tradicionales” que convierten el tema más tonto en motivo de balance, me puse a cuestionarme. ¿En qué momento colgué la mochila? ¿Cuando dejé de tener la ropa de la estación no correspondiente a mano por si me tocaba un destino de playa en julio? Porqué guardé el último boarding de souvenir como una principiante cuando me pasé años desechándolos aún antes de tocar tierra en el aeropuerto de destino.
Me di cuenta que los viajes me habían abandonado sin aviso, como cuando ese candidato prometedor te da un beso, no vuelve a llamar y uno se da cuenta mucho tiempo después que el momento intrascendente era por demás trascendental..aunque fuéramos los últimos en enterarnos. Por eso decidí tomar acción en el tema y aproveché uno de mis tantísimos viajes a Buenos Aires (que son para mí, por razones laborales, tan comunes y silvestres como la ida de Pocitos a Ciudad Vieja) para combatir el síndrome de abstinencia que me atosiga y poder pasar las fiestas en paz. Preparé la valija con el mismo criterio que me guió a lo largo de kilómetros y kilómetros trasegados por el globo: sencilla, escueta y esperando lo inesperado. Realicé todos los rituales pertinentes, rescaté la Lonely Planet, Visit Buenos Aires de un cajón empolvado y hasta puse en la mesita del living las “3 P”: Plata, Pasaje y Pasaporte (Cédula en este caso porque, recordémoslo, el maldito pasaporte que dio origen a este cuestionamiento tiene fecha de “trámite urgente” para los albores del 2008). En el barco, en lugar de conversar con la tripulación que ya me considera un mueble más de la nave, me acerqué a dos franceses, arreglé para visitar San Telmo con una germana y le dí un par de consejitos a unos yanquis en busca de la Ruta del Tango. Una vez en la city, con todos mis compromisos laborales subsanados, me fui de incógnito a Florida donde dejé que los vendedores de las casas de cuero me encararan en inglés y me llenaran las manos de folletos de cybercafés, Tenedores Libres y Cambios. Me comí la milanesa de rigor en el Palacio de la Papa Frita, me fui a ver revista a Corrientes y un show de tango a San Telmo. Volví en menos de 24 horas, y aunque con el mismo dinero podría haberme escapado a tomar sol a Santa Catarina un fin de semana, me embargaba una inexplicable la sensación de paz: conocí otra Buenos Aires, viajé, fui y volví…y con el pasaporte vencido.
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